Tengo que reconocerlo ahora que nadie me oye… El de ayer fue el polvo de mi vida. Todo empezó como de costumbre, acostado en la misma cama de siempre, con la misma mujer de hace ya… ¿cuántos años?, con los mismos dos chavales adolescentes que solo piensan en ellos y que no dejan de molestar, y en la misma casa de siempre, con la misma hipoteca de siempre. Pero todo cambió cuando llegué a esos grandes almacenes para firmar ejemplares de mi última novela erótica. Jamás imaginé que esa hermosa mujer, de largo pelo rubio y vestida con esos vaqueros y esa larga camisa estampada, se hubiera fijado en mí como lo hizo. Toda la mañana estuvo en la cola, siempre mirándome, casi sonriéndome, haciéndome ruborizar.
Casi a media mañana, después de haber estado merodeando por la cola, durante al menos dos o tres horas, se acercó a mí, mirándome descaradamente y sonriéndome maliciosamente. ¡Dios, qué guapa que era!
– Soy una gran admiradora suya – me dijo algo nerviosa, mostrándome un generoso escote, incapaz de sostener el peso de sus turgencias – he leído todas sus novelas. Es más, suelo releerlas todas las noches antes de dormir
– ¿ah sí? – pregunté disimulando, evitando mirar ese escote que todos miraban, incluidas las mujeres que por allí había – qué bien
– sí – me dijo más seria – me encanta como describe las excenas sexuales. Me ponen mucho…
– gracias
– no, gracias a usted – volvió a decirme mientras mordisqueaba un bolígrafo que llevaba en su mano derecha – es gracias a esos pasajes por los que todas las noches duermo más feliz, imaginándome en sus brazos, tratándome como trata a sus personajes, y consiguiendo unos orgamos increíbles.
Tengo que reconocerlo. Me quedé bloqueado, casi babeante ante su descaro y su belleza, y no supe qué decir. Fue ella quien me dejó una nota cuando le devolví el libro que, ni siquiera, había dedicado.
«hotel Husa Visa, habitación 211. EStaré allí toda la tarde esperándole»
Jamás imaginé un cuerpo como ese, una boca como la suya, y una capacidad atlética como aquella… Menos soñé aún con una descarga de sexo como la que esa sensual mujer me regaló en aquella fría tarde de invierno en su lujosa habitación de hotel. No sería capaz de recordar todo lo que hicimos bajo esas sábanas, pero sí recuerdo perfectamente las palabras que me dijo cuando se vistió y se marchó. Me miró muy seria, después sonrió, mojándose los labios con su lengua, y me dijo:
«sin duda hace usted mejor el amor en sus novelas que en persona».
A cualquier otro homre eso le hubiera disgustado, pero a mí no… Los escritores somos así de raros, y de vanidosos.
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