«Y allí iba yo, como un pájaro volando por una noche sin luna, con mi corazón contraído, con mi ánimo suspendido por esas callejuelas donde me había criado, y por donde tantas veces había corrido cuando niño escondiéndome de todos esos que disfrutaban viéndome llorar.
Por suerte, ahora era diferente. Por primera vez me sentía fuerte – cosas de la edad – y con ganas de enfrentarme a ella y hacerle saber que, por fin, había tomado una decisión firme y que no iba a volver a hacerme cambiar de idea.
La decisión estaba tomada… ¿verdad? – me preguntaba a mí mismo, sorbiendo los mocos que escapaban de mis orificios para así no sacar las manos de los bolsillos. Al fin iba a hacer eso que tanto me gustaba, eso que siempre había sido mi verdadera vocación… Al fin iba a reunir valor y dedicarme a la pintura, mi verdadero talento natural que ella había hecho desaparecer para que me dedicara a eso que ella quería, que no era otra cosa que ser su segundo en su tienda de muebles de lujo.
¡Dios… Qué asco le tenía a esa maldita tienda!
Pensando en las palabras que utilizaría, e incluso en el tono en que lo haría para parecer al fin fuerte, pasé frente al bar de mi primo Juanma, en la plaza, y le saludé desde el escaparate.
Con un guiño y un rápido movimiento de mano me invitó a entrar mientras servía un café a un viejo en la barra. Siempre que iba sin Esther lo hacía.
Ninguno de los dos se caía bien. En realidad, a Esther no le caía bien nadie de mi familia o de mi escaso entorno de amigos. Esther, por si no te lo he dicho aún, es mi esposa.
Al entrar en el bar volvía a recuperar esos olores de mi infancia, quizás la única época de mi vida en la que la felicidad viajó a mi lado.
Al bonito bar iban acudiendo, una tras otra, las figuras desconocidas que pasaban por la plaza, como si fuera una tradición, y todos, tomaban su café caliente, su vaso de leche, y esa torta real que solo allí sabían hacer…»
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