Ayer me pidió la psicóloga que intentara recordar los mejores momentos de mi matrimonio.
¿Los mejores? – le devolví la pregunta, y pensé en ello… No perdí mucho tiempo pues los pocos que recordaba estaban todos relacionados con el sexo. Y es que esa mujer estaba llena de fantasmas que no eres capaz siquiera de imaginar, seres infernales y nigrománticos ocultos bajo el manto de su atroz belleza, que la saciaban con el olor familiar de la sangre caliente de otros hombres mientras esparcía por mi boca toda la ceniza que escapaba del volcán que era tras el encuentro con ellos… Sus amantes.
Lo que sí recordé – pensando en ella – era esa sensación continua de estar siendo engañado, aunque nunca la descubriera. Y juro que deseé descubrirla.
Lo deseé y lo intenté para dejar de sufrir, porque sabía que me engañaba, aunque no pudiera verlo, y era precisamente la continua sospecha lo que más daño me hacía.
Sí, ella me engañaba, y yo sabía – en ese momento solo lo sospechaba – con quién. Se lo notaba en sus miradas furtivas, en sus sonrisas picantes, en sus palabras no pronunciadas y, sobre todo, en esos cambios de olor de su cuerpo y de su boca.
No hay celos peores que esos que sabes que existen pero que no puedes demostrar y que, tampoco, te atreves a preguntar. Había veces que lo veía tan claro que no podía evitarlo. Ella se reía – la muy… – y siempre me decía lo mismo: Tu amor y tus celos son enfermizos.
Ella tenía razón, aunque solo a medias.
La enfermedad de los celos se curó con el tiempo, después de dejar de vivir a su lado.
La otra enfermedad provocada por ella – la del amor – aún está aquí, pero he conocido a alguien que me está ayudando a curarme.
Podría decirse que el paciente evoluciona favorablemente…
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