LOS AMANTES. CAP 1: DIARIO DE UNA JUVENTUD IDA

La historia de Marga no empezó – como ella misma creyó siempre – el cinco de Febrero de aquel lejano año en el que nació. Su verdadera historia comenzó un cinco de Marzo, unos treinta años después.
Todo comenzó con una partida de ajedrez, y las partidas de ese juego o quedan en tablas – y todos tan contentos – o uno hace jaque y el otro queda mate. Pero todo eso pasó hacía mucho tiempo, y ya era hora de que todo terminara.
La noche era fría y lluviosa, y todo respiraba voluptuosidad en aquella casa que le ahogaba. Todas las noches tenía el presentimiento de que algo le faltaba, pero esa noche también de que algo le sobraba.
En la mesa camilla aún estaba el plato con restos de las espinacas que había comido. A su lado migajas de pan, dispersas y desordenadas, un vaso de agua a medio beber, y su pastillero abierto..
El sonido del teléfono había hecho que despertara. Una vez más se había quedado dormida en el viejo sofá. La televisión estaba encendida y Melendi, ese cantante que tanto le gustaba a su hija, estaba de pie, en una silla giratoria señalando a una joven que cantaba emocionada. Miró el reloj del dvd. Eran las once de la noche.
 
A pesar de que Marga ya había pasado de los setenta, continuaba sintiéndose como esa niña que fue, seguidora de sueños imposibles. Aunque había aprendido a vivir con ellos – quizás porque no le quedó otro remedio – seguía sufriendo porque no eran parte de su propia vida, sino de unos recuerdos, guardados en su imaginación, que no sabía si eran reales o inventados. Y si seguían allí era, precisamente, porque ella se había encargado de alimentarlos, de regarlos, y de mimarlos todas las noches de su vida.
Pero ese día Marga estaba compungida. La noticia le había cogido por sorpresa, como a todos, y la había dejado en una situación casi de estupor.
Estaba aturdida, incapaz de encontrar  palabras con las que llenar el vacío que había en su mente. Todo, dentro de ella, estaba vacío, y le resultaba imposible encontrar ideas claras que pudieran describir las sensaciones que albergaba, y, sobre todo, sus funestos sentimientos.
– Tía… tía…. Tía… ¿me oyes? – la voz de su ahijada María sonaba extraña a través del teléfono
– no puede ser… no puede ser – decía mientras intentaba recomponer todas las piezas del puzzle que acababa de desmoronarse ante ella.
– sí, tía – dijo de nuevo, rompiendo a llorar
– ¿tu padre? No puede ser verdad – se decía mientras su pensamiento volaba años atrás, cuando todos eran más jóvenes, cuando todos estaban juntos, y cuando la vida sonreía por sí sola.
Ella, que siempre había sido capaz de tolerar las ausencias, y estaba acostumbrada a ellas, se sentía rara… Había algo en ella que hacía a esta diferente. No sabía qué era, pero allí estaba. En cinco minutos había vuelto a resquebrajarse su mundo… Una vez más. Sentía que, de nuevo, perdía el timón de su barco, y su vida perdía parte de un sentido que tanto le había costado encontrar. Le dolía el alma más que el cuerpo, le agotaba la tristeza que le golpeaba con sus fríos látigos, y le cegaba una visión que tanto necesitaba para seguir con su búsqueda de la felicidad.
Como una película, allí, de pie, estática, aún sin colgar el teléfono, se repetían escenas de una vida extraña, y revivía centenares de recuerdos bonitos, en un intento de volver a verle a través de la memoria.
El desasosiego empezó a desaparecer, lentamente, cuando aparecieron las primeras lágrimas, y con ellas ese necesario drenaje de emociones.
Una vez más, como ya llevaba sucediéndole en los últimos años de su nueva vida, se sintió obligada a soportar ese sentimiento que menos soportaba. Dolorida hasta no poder más su alma se alejaba de ella, siguiendo esa agua que recorría los cristales de la ventana, bajando hacia el piso inferior, deseoso de llegar pronto al río formado en la calle.
Resistirse al dolor carecía de sentido, pero no podía evitarlo… Siempre  temió al dolor.
En ese momento trágico su cuerpo intentó reaccionar antes que su alma, ante el nuevo tropiezo, aún prisionera de daños colaterales del pasado. El frío que se presentía a través de la ventana, esas nubes negras, y ese diluvio amenazante, se adentraron en el piso, rodeándola, pero nada pudieron hacer contra su turbulento y destrozado estado de ánimo.
Observando la tormenta recordó aquella noche en Barcelona donde, abrazada a su gran amor, contempló la tormenta más hermosa y eléctrica que nunca había visto. La tarde preludiaba uno de esos finales ya conocidos para ella, esos en los que siempre se despojaba sucesivamente de sus sudorosas ropas, de sus escrúpulos y finalmente de sus miserias pasadas… esas que nunca le permitieron ser dichosa a pesar de su externa felicidad.
Sin darse cuenta volvía a estar desnuda frente al espejo de su dormitorio, ese que un día compartió con alguien, y que finalmente la abandonó. Su cuerpo seguía siendo el de esa treintañera, feliz y dichosa… Al menos así seguía viéndolo ella.
El frío que hacía en la casa no era nada comparado con el que ella sentía. Su inesperada desnudez le devolvió ese cuerpo de mujer al final de una vida. Se vistió llorando, recuperando la última pieza del puzzle, comprendiendo al fin que Javier, el marido de su amiga, su gran aliado, había muerto. Ya habían muerto muchos en su vida.
Unos años atrás había muerto Carlos, su marido. Antes lo hizo papá, y mamá, la hermana, un sobrino… y ahora Javier. 
De todos, sin duda, a quien más echaba de menos era a Carlos, su esposo, su fiel compañero… ese al que tanto debía. Pensó en su hijo, y le llamó antes de salir. Él tenía que saberlo también. También pensó en su hija, pero prefirió no llamarla. Además, hacía ya casi dos años que no sabía nada de ella.
Al llegar a la casa, donde descansaba el cuerpo ya sin vida, sintió que las fuerzas se le habían ido quedando a cada paso dado. La mayoría, incluso, se habían quedado agarradas al asiento del coche, del que no quiso salir.
Al atravesar la puerta notó que esos maravillosos olores que siempre había compartido en esa casa habían desaparecido. El olor era extraño, no podría decir que desagradable, pero sí que era diferente. Ella, gran aficionada a los perfumes y aromas, lo notó.
Hacía ya dos años que no volvía a esa que siempre fue su casa también, y al cruzar el umbral notó que las fuerzas le flaqueaban.
– ¡Tía Marga! – gritó María, hecha ya una auténtica mujer, corriendo hacia ella, bañada en lágrimas incapaces de borrar su belleza.
– ¡hola cariño! – le abrazó con fuerza, notando toda la rabia contenida. Fue entonces, al notar la presión de los dedos de la joven sobre su espalda, cuando Marga comprendió que todo estaba pasando de verdad… que no se trataba de un simple mal sueño.
– ¡ayer estaba tan bien! – dijo la joven María, mirándole completamente hundida, y volviéndose a abrazar a ella – no me lo puedo creer
– ni yo, cariño, ni yo – dijo Marga, acariciando el pelo de esa joven, reparando en las primeras canas, comprendiendo que ya no era esa niña que ella misma había ayudado a criar hacía ya demasiados años.
– él te quería mucho… ¿lo sabes? – le dijo María, incapaz de separarse de sus brazos
– y yo a él – dijo Marga, secando sus lágrimas, y reuniendo un valor que nunca tuvo – yo siempre os he querido mucho a todos
– y nosotros a ti, tía. Me alegro de que estés aquí
– ¿y tu hermano, ha llegado ya?
– no, le hemos llamado hace dos horas, como a ti, pero tardará al menos otras dos en llegar. El pobre se ha quedado destrozado
– espero que conduzca Inma
– no, Inma no viene. Está ya demasiado pesada
– es verdad… ¿de cuánto está ya?
– de casi nueve meses. Cumple la semana que viene
– ¡qué faena! – dijo secando las lágrimas de su sobrina, intentando demostrar una entereza que no sabía por dónde andaba – ¿y tu madre?
– está en el dormitorio… a su lado
– ¿cómo está?
– imagina. Está destrozada, la pobre. ¿Te acompaño a su lado?
– no sé si será buena idea.

22 comentarios

  1. me he visto reflejada aquí, y solo tengo 44

    Sin darse cuenta volvía a estar desnuda frente al espejo de su dormitorio, ese que un día compartió con alguien, y que finalmente la abandonó. Su cuerpo seguía siendo el de esa treintañera, feliz y dichosa… Al menos así seguía viéndolo ella.
    El frío que hacía en la casa no era nada comparado con el que ella sentía. Su inesperada desnudez le devolvió ese cuerpo de mujer al final de una vida. Se vistió llorando, recuperando la última pieza del puzzle, comprendiendo al fin que Javier, el marido de su amiga, su gran aliado, había muerto. Ya habían muerto muchos en su vida.

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