Casi a diario le preguntaban si, alguien como él, alguien que había vivido allí toda su vida, echaba de menos el mar.
Sí… No… Sí… No… Él, casi todos los días, a cientos de kilómetros del mar, podía ver su playa a través de los ojos de esa mujer, su maréa rizada en su piel, sus gaviotas blancas revoloteando entre sus labios, y su brisa salada escapar de su perfume. No – quería responderle – no echo de menos el mar. Lo que echo de menos es bañarme en él… Pero tú no vas a dejarme.
qué envidia me da la gente que puede inspierar algo asi
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