EL ENCUENTRO (VUELVE EL ÚLTIMO ROMÁNTICO)

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Una habitación tan blanca como la mirada de él… Puede que más. Una cama blanca, una pared blanca, una alfombra blanca, una mesa blanca, una manta blanca, una mujer blanca y radiante, y nada nerviosa. Ella entró en la habitación aterrada. Es más, a punto estuvo de no hacerlo, de no entrar, pero fue tal la insistencia de ese hombre que no pudo mas que confiar en él. Ella sabía que no debía estar allí, pero también sabía que debía hacerlo… ¡Al menos una vez! ¡Se lo debía! ¡A él! ¡Y a ella misma! ¡A ambos!
A su lado, todo el rato mirándola embelesado, un chico para nada desconocido, pero sí en esas lides de la soledad. Entró en la habitación con miedo, sin saber aún si dar un paso atrás antes de dar dos hacia adelante. Se miraron, se sonrieron, pero ambos tuvieron el mismo pensamiento… ¿Qué estamos haciendo?
Él le sonrió, le ayudó a quitar el abrigo. Ella, tímidamente, le besó en la cara al entrar con una dulzura que parecía dibujada por su propio miedo. Él la miró, le sonrió sin miedo por primera vez desde que se conocían, y a ella por fin le pareció hasta guapo. Por fin le veía seguro, que era como se sentía en esos momentos. Ella no lo estaba, pues no confiaba del todo en él, ni en sus deseos, a pesar de que él le prometió que nada le haría por miedo a aquel brazo que sólo quería acariciar.
Nada dijeron. Todo estaba dicho allí ya. Él abrió una botella de vino, y cogió dos copas. la invitó a echarse sobre la cama, incorporada, no tumbada, y en medio, en forma de parapeto que les separaría, puso una bandeja que la tendría a salvo de sus deseos. ¿A salvo? ¡Pobre! El peligro más grande de ese hombre no estaba en sus manos, ni siquiera en sus ojos… El peligro más grande estaba en su alma, que parecía por fin un volcán a punto de saltar por los aires y contaminarla entera.
Ella se sentía bien. No quería reconocerlo, pero así era. Ese chico era su amigo especial, su amante platónico, al que no tenía que tocar, ni al que tenía que besar para así sentirlo… Él era un seguro, un sustento, una alegría, y así seguiría siendo para siempre.
Bebieron vino, y él le sonreía, y miraba sin parar. Le ofreció pistachos, y pastitas saladas, y más manjares que no sabía de donde había sacado, pero que le encantaron, al igual que esas dos flores que había en el centro.
– No me mires así – le dijo ella – me pones nerviosa
– está bien. Si quieres dejo de mirarte, pero a cambio…
– ¿a cambio?
– a cambio todo
– ¿todo?
– sí, todo
– no te entiendo – dijo asustada
– todo eres tú aquí, y eso ya me lo has dado. Quiero darte las gracias por venir.
Alejando el primer miedo hablaron de ellos, de él y de ella, de ella y de ella, de ella y de él, de él sin ella, y todo lo que no fueran ellos dos de allí se esfumó. A ambos les gustó ese momento, pero las agujas del reloj iban cuesta abajo.
Él le dijo por fin todo lo que un día le escribió, llegando a mencionar una palabra que se sabía prohibida para ambos, y allí, oyéndolo decir así, lo creyó, y no le asustó, pues sabía que el amor del que le hablaba era el que era… Es decir, el que podía ser. No más. Nunca más.
Él hablaba y hablaba sin parar, nervioso, sonrojado incluso, y mientras él hablaba ella divagaba con su propio pensamiento y, en secreto, se abrazaba a su cuerpo desnudo, que aún permanecía lejos de ella. De nuevo, cuando ya creía haber olvidado las obligaciones y los deberes, sintió fluir a raudales el deseo, y ese hombre alargó su mano llegando hasta la suya, y acariciándola con una sutileza que casi lo hizo imperceptible – o eso creyó él.
La cálida boca de aquella mujer, mientras la observaba por fin sin miedo, era una fuente de agua fría, y sus manos – por fin dejó que él las acariciara – brindaban a su piel precisas caricias que la colmaban de placeres desconocidos e inimaginables.
Cada vez con menos miedos ella permitió que aquel inmenso caudal de sensaciones la atrapara sin recato. Se dejó arrastrar por la tentación hasta caer en el abismo, para después tomar las riendas y subir una y otra vez al cielo que ambos sabían ya que existía.
Él hablaba, y ella oía. Él enviaba un beso en cada palabra, y ella, sabiéndolo, asentía con emoción. Los dos se sintieron libres por un momento, y los dos sintieron todo eso que muchas tardes sintieron en la distancia. No hubo miedo, sólo complicidad, y ella sintió cosas bonitas, de esas que él le escribía.
– ¿Me dejas que te abrace? – le dijo él
– claro. Confío en ti – dijo sin ningún miedo.
Ya relajada, cerró los ojos y le escuchó mientras dormía alojada entre sus brazos. Ella estaba de espaldas, asida por él, y él hablaba entre susurros que ella ni oía pues estaba inmersa en esas dos manos… Una sobre su brazo desnudo, la otra meciendo su cabello.
Abrazado a ella sintió la emoción del niño que nace, de la madre que da a luz, y se sintió por fin como esa mujer que nunca fue. Le gustó. La amó en silencio, apretando sus manos a sus brazos, pegando su cuerpo al de ella, y haciendo desaparecer las ropas que en todo momento llevaron puesta. Ella siempre estaba desnuda para él. Cerró también los ojos, y así estuvieron largo rato, oyendo esa canción de saxo que tanto les unía ya, y allí, sabedores del pecado que estaban cometiendo, se amaron a su manera.
Sus labios dibujaron una aliviada sonrisa cuando, al despertar, no era un sueño como otras veces, y, efectivamente, ella estaba allí, abrazada a él, somnolienta.
Eran dichosos, olvidaron los pesares y las preocupaciones. Nada estaban haciendo mal. A nadie estaban traicionando… Quizás a ellos mismos por prohibirse ese beso que habían prometido no dibujar juntos.
Deseaban besarse como siempre – puede que más – pero ambos supieron que no podían hacerlo. ¿Por qué? Ni ellos lo sabían…
Cuando ella se fue de la habitación se miraron por última vez. Ella le dio las gracias. Él se las devolvió, y le lanzó un beso en el aire. Ella salió de la habitación, pegó su cabeza a la puerta, y deseó volver a entrar.
Él deseó salir y hacerla entrar, pero ambos sabían que allí ya había pasado todo lo que tenía que pasar entre ellos… ¿Todo?
¡Nooooo! él salió, y ella estaba allí, y la adentró en la habitación. Ella estaba muy segura, casi tanto como él, y sus labios se sellaron.
Se besaron, juntaron sus labios, después sus lenguas, y comenzaron a desnudarse. Le quitó el jersey negro, subiéndolo por su cabeza. Ante él aparecieron dos preciosos senos dibujados sobre une elegante sujetador. Ella le miraba mordiendo sus labios. Después desabrochó el pantalón, y tiró de él lentamente, desalojándolo de sus muslos, y dejándolo caer al suelo, junto a sus botas de largo tacón. Ella estaba tan desnuda como su alma, y él, después él… Después él… Después él perdió el control, como siempre le pasaba.
Así, sin pensarlo dos veces, la dejó sobre la cama, la miró con una lágrima en los ojos, y salió de la habitación sin decir nada más.
Apoyado en la puerta de la pared lloró un momento… Sólo fue un segundo. Después, cogiendo el cuchillo que tenía guardado en su pantalón, lo tiró a la papelera que había en el largo pasillo y se fue sonriendo…
Por primera vez había encontrado a esa mujer a la que no mataría… La única superviviente al último romántico… Al último de su especie.

11 comentarios

  1. «Ese chico era su amigo especial, su amante platónico, al que no tenía que tocar, ni al que tenía que besar para así sentirlo… »
    Me encanta esta frase es muy de HACE VERANO.
    Me gusta saber que el ultimo romántico también tiene su vena tierna.
    Si es lo que se suele decir «ni loos buenos son tan buenos ni los malos son tan malos»
    El ultimo romántico esta muy tierno será que estamos en Primavera que la sangre altera.

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  2. la primera vez que leí a este personaje reconozco que no me gustó nada pero con el tiempo le cogí hasta cariño. ¿Alguna vez nos explicara´s por qué ese afán por matar? ¿de donde viene ese odio a las mujeres? ¿La infancia?

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