Nada era como el placer de saberte cerca de ella. Esa fue la gran suerte de mi vida, y ahora que el tiempo ha pasado, que ya somos un poco más viejos, y que ya no estamos en el patio de aquel viejo instituto, aún puedo decirlo.
Verla llegar era como ver un amanecer en la playa, pero lo mejor era esconderte de su campo de visión, ocultarte entre lo que a su alrededor pasaba, y observarla… Así, sin más. Mirarla de lejos, y a escondidas entre la multitud, tumbado en la arena, simulando estar leyendo o escuchando música, era como un orgasmo controlado a tu antojo… ¡Eso era! ¡Un orgasmo mental y físico! Y lo era en toda su esencia, en todo su poder, en toda su intensidad, y, lo mejor: en su control más absoluto…
Tocarla, en cambio, o simplemente acariciarla con uno de tus dedos, o con tu misma rodilla cuando nos sentábamos cerca, era como perderse por un bosque pantanoso y oscuro del que nadie sería capaz de volver jamás…
Por eso, mejor sólo mirarla. Aunque tocarla… ¡Tocarla era vivirla!
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