LA GRAN LECCIÓN

Ya desde niños nuestros padres, nuestros maestros – incluso nuestros hermanos mayores – deberían explicarnos, aparte de tantas otras cosas, la gran lección que nos ayudaría a saber disfrutar mejor de la vida.

Deberían hablarnos sin miedo de la muerte, de su inevitable sentido, de su necesario sinsentido, y, sobre todo, de su obligatoriedad. No deberían ocultárnoslo, y hacerlo ver como lo que es en realidad: algo natural, e inevitable.

Y deberían hacerlo para que aprendiéramos a morir, pero, sobre todo, para que, con ello, aprendiéramos a vivir. Deberían enseñarnos que la vida no es eterna, como creemos hasta que se nos muere el primer ser querido. De hecho deberían prepararnos para saber despedirlo, y, sobre todo, para enseñarnos que la vida es muy corta, y que por eso habría que vivirla con más intensidad, y con menos aspavientos innecesarios.

Deberían enseñarnos también que, en el fondo, aunque todos morimos, nadie se muere del todo, sino que entrega el testigo para que todo continúe, y no se detenga al partir. Deberían enseñarnos a recibir el testigo con alegría, y a así poder pasarlo luego con la sensación de haber cumplido con la misión de vivir.

Y es que deberían enseñarnos desde bien niños que nadie muere… Tan solo pasa el testigo.

Morir es una manera de entregar tus alas para que puedan volar otros. Y eso, si lo sabemos interpretar, es algo muy bonito.