Otoños lejanos

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Fue una llamada perdida… luego otra, pero ella no respondía a ninguna. Quedaron a las cinco por whasap, y ya pasaban de las seis. Pero él siguió allí, en la habitación número 231 de ese bonito hotel NH.
Fumando un nuevo cigarro sonó el teléfono. En la pantalla azul su nombre. Escuchó su voz. Entrecortada, jadeante… nerviosa.
– En cinco minutos estoy ahí – dijo ella. Él no podía creerlo. Su cuerpo tampoco… y empezó a temblar debido a la emoción y al pánico de saber que, por fin, haría realidad uno de sus sueños más repetidos.
No habían transcurrido los cinco minutos cuando la vio aparecer a lo lejos. Caminaba con paso ligero, nervioso, por la acera, y no tardó en verle.
Iba vestida con pantalón gris y botas negras. Un largo jersey, gris también, no podía ocultar la figura de sus turgentes senos. Él la miraba emocionado. Estaba tan excitado que no acertó a cerrar la ventana.
Cuando entró en la habitación ella le miraba muy seria. Casi temblando, y sin atreverse a mirarle a los ojos, dejó el bolso en el asiento que había junto a la amplia cama y se asomó a la ventana.
– ¡Estoy atacadísima! – dijo – jamás pensé que pudiera hacer algo así
– pues anda que yo
– ¡estamos completamente locos… pero locos, locos!
– En serio, ¿no crees que sería mejor que me fuera?
– si es lo que quieres sí
– no sé ni lo que quiero – dijo más seria, temblorosa, y atacada.
Durante varios segundos estuvieron ambos sin saber qué decir o hacer. Ambos deseaban el momento, pero ninguno sabía bien cómo actuar. Fue entonces cuando él se acercó a ella, la cogió de sus manos y la abrazó con todas sus fuerzas.
– Tranquila, cariño – le dijo apretando sus cuerpos – no tenemos que hacer nada… Podemos hablar.
– ¡Por fin! – pensaron ambos, abrazados, sintiendo por fin ese calor que tanto necesitaban y con el que tanto habían fantaseado.
Él empezó a acariciar su pelo, la miró, y se dispuso a darle el primero de sus besos prohibidos.No sabía cómo hacerlo, ni siquiera acertaba a comprender que si ella estaba allí era por algo, y, finalmente, decidió acercar sus labios a los de de esa mujer.
Estaban tan a gusto abrazados que no querían romper el momento, pero sus cuerpos pedían a gritos algo más. Sobre todo pedían menos ropas.
La besó tímidamente, y al rozar sus labios su boca se abrió violentamente, de forma inesperada, recibiendo el músculo caliente de su boca entre sus dientes. Ella besaba con una pasión desconocida hasta para ella misma. Atrás quedaba su forma de besar de siempre. Eso era distinto.
Sus besos parecían latigazos de arco sobre un violonchelo, y sus lenguas se entrelazaban, sus dientes chocaban con suavidad, y sus labios se pegaban y ser mordían. Sí, se besaron, se mordieron, se saborearon, y sus manos empezaron a jugar por sus cuerpos, deshaciéndose lentamente de sus ropas.
Él la besó de nuevo sentándola en la cama mientras su mano viajaba por dentro de su jersey hasta arribar a su sujetador, donde pudo notar la turgencia de dos senos pletóricos y armoniosos.
Al meter la mano dentro del sujetador y acariciar su suave piel blanquecina abrió los ojos y la miró, comprendiendo que estaba realmente despierto, y que no se trataba de uno más de sus ya miles de sueños con ella. Su cara era la misma cara del gozo, y eso le hizo tranquilizar.
La cogió en brazos, volvió a besarla y dio la vuelta a la cama, para adentrarla por la parte que ya había dejado abierta cuando estuvo solo esperándola. Tropezó con una mesa de cristal. Se hizo mucho daño. Tanto que tuvo que soltarla. Ella intentó calmar su dolor. Él se estremeció al sentir el contacto de sus dedos sobre su cadera desnuda. Verla allí, a su lado, completamente sola, sin nadie más, y sabedor de que ya era suya, y él de ella, le hizo olvidar todos los miedos que esa mujer despertaba en él y disfrutar del mejor y único de los momentos.
Volvieron a besarse y, como si todo fuera un sueño, aunque de una manera diferente a todas las demás, disfrutó de ella olvidando el terrible miedo que siempre le dio un encuentro con ella. La besó y la disfrutó como si realmente fuera esa venus que un día vio en Florencia, y que, de repente, hubiera salido del cuadro para estar allí con él.
Se besaron una vez, y otra, y otra más, haciendo de cada una de ellas la antesala del placer. Cada uno de esos besos era como un poema que estuviera escribiéndole, y en cada uno, miles de palabras giraban por delante de sus ojos cerrados, componiendo todo tipo de frases que hubiera querido poder escribir… Se besaron sí, ¡vaya si se besaron! y finalmente se desnudaron.
Conturbados y dichosos miraron su desnudez y se besaron dejándose caer sobre la cama de sábanas de agua de mar… Eso era aquella cama, una playa tranquila, de aguas cristalinas y calientes, y solitaria.
Sus cuerpos estaban al fin unidos, pegados el uno al otro, sintiéndose desnudos y dichosos, y sabedores de que por fin estaban juntos, como tanto habían deseado y nunca se habían atrevido a reconocer. Ella era exquisita en todo… Limpia, olorosa, sensual, carnosa, pletórica en su esbeltez y hacedora de verano. Desprendía su cuerpo un calor extraño, casi inhumano, rodeado de perfumes maravillosos que llegaban hasta su pituitaria en forma de afrodisiaco irresistible. Cada movimiento de sus manos, de sus piernas, de su vientre, o de su cabeza era una loa a la belleza, algo que pareciera estudiado para noquearle los sentidos, y vencerle en ese juego peligroso del amor…
Observándola en su desnudez, mientras sus manos jugaban sobre su cuerpo, como si fueran el teclado del ordenador donde escribiera, disfrutó de ella como si fuera la última vez que estuviera ante ella, como posiblemente sería. Sus bocas permanecieron selladas durante horas, y sus ojos lloraron porque sabían que tanto placer no podría ser eterno… Y porque sabían que, posiblemente, no habría nunca una segunda vez.
Ella estaba asustada, muy asustada, y su cuerpo temblaba sin control. No era frío – pensó él, besando su cuerpo – no había puntitos erizados en su sedosa piel, y es que estaba dejándos amar por alguien que, aunque no conocido del todo, estaba segura que era el más sincero de todos sus amores anteriores… Eso lo notaba en la manera en que la miraba, en la forma en que la trataba, y, ahora, en la exquisitez con la que le robaba todos y cada uno de los besos que no sabía muy bien si darle.
Ese hombre desnudo que había junto a ella era él, el hombre que la había enamorado de otra manera diferente, acercándose desde la lejanía inmediata, esa que nace desde la mirada.
Ese hombre no miraba su desnudez. Es más, ese hombre no sabía ni que estuviera desnuda… Él solo se fijaba en su cara, en la cara que siempre le había emocionado, en el rostro pintado al óleo de esa venus que le enamoró aquel día que la descubrió en el mundo.
Se besaron, bailaron, se disfrutaron, y sus cuerpos empezaban a pedir cosas que ni ellos mismos sabían que querían. Sus mentes estaban en ellos, en sus mentes, en ese momento que por fin vivían juntos, en solitario, pero sus cuerpos empezaban a violentarse, pidiendo a gritos que el raciocinio dejara de tener el control.
Si llovía fuera nadie lo sabía. Si era de día o de noche, tampoco. Nada importaba ya en ese mundo pequeño que ellos ocupaban. Ya no había otra cosa que no fueran ellos dos… Por fin sólo ellos dos.
Ella estaba bajo él, esperándole, como si supiera de antemano que lo que iba a pasar no podría volver a repetirse, y tenía que grabarlo en su memoria.
Mientras se sentía vencedora – y nunca vencida – le miró muy seria, después le sonrió, con miedo, y de repente ese hombre al que conocía más de lo que él mismo creía, ya era una parte más de su anatomía.
– ¡Por fiiiiiiin! – gritaron los dos en silencio, clavando los ojos en las pupilas del otro, arañando con sus ojos, desgarrando con ellos…
El desconcierto se apoderó de ella a la vez que un calor desbordante se extendía por todo su cuerpo.
Cuando su mano se deslizó por su entrepierna, la humedad dormida en ella estalló con la fuerza de un torbellino.
La arrinconó, la volvió a besar… se dejaron llevar, y la poca cordura conservada hasta ese mismo día se esfumó. Gozaron como nunca. Ella se sintió de nuevo como aquella primera mujer de años atrás. Él, más hombre si cabía.
Se miraron, incluso lloraron, y disfrutaron de un amor más intenso de lo que ellos mismos imaginaron.
Estar allí juntos, sin nada que se interpusiera entre ellos – ni siquiera su ropa – hizo que se sintieran tan bien que parecía que hubieran estado haciendo el amor toda la vida.
Él grabó cada centímetro de su piel, cada una de sus curvas, cada uno de sus jadeos, sin ser capaz de creer que su sueño se hubiera hecho realidad al fin.
Ella, se deleitaba con esas pequeñas descargas que recorrían su anatomía, electrificándola, haciéndola revivir. Y grababa cada gesto del rostro de ese precioso hombre que la había enamorado para siempre.
Él quiso quedarse dormido a su lado. Ella, con la cordura derrotada, se dejó caer sobre su cuerpo, abrazándose, y permitiéndose el lujo de acompañarle en su silencio.
– ¡Dios mio… estaría aquí todo el día!
– yo toda la vida – dijo ella,abrazándole, besándole de nuevo
– Mi día, como mi vida, acabará en el momento que salgas por esa puerta.
Volvieron a besarse e hicieron el amor. Qué manera de besarse… Qué manera de tocarse… Qué manera de sentirse…
En realidad – y ambos lo sabían – no estaban haciendo el amor porque no lo necesitaban… Era el amor quien les estaba haciendo a ellos en esa cama que, sin ser suya, sería ya eterna para ellos.
Durante una larga hora escribió por fin sobre ella, sobre su cuerpo, y lloró lágrimas dulces de las que ella bebió.
Y, finalmente, como pasa siempre con todo lo bonito, todo terminó… Eso pensaría – que todo había terminado – cualquiera que no hubiera estado en esa habitación, pero en realidad, cuando se despidieron todo no hizo sino comenzar de nuevo. Él no podía dejar de mirarla mientras recordaba ese último beso que aún le quemaba mientras sonaba esa bonita canción que decía: “Dime que es verdad, que te quedas a bailar…”
Ella caminaba cabizbaja, con paso cansino, y antes de cruzar el largo pasillo para desaparecer, se detuvo y le miró. Él pudo ver las lágrimas de sus ojos. Ella también vio las suyas.
Se volvieron a decir que se amaban, intentaron esbozar una sonrisa, y sufrieron las garras del cruel terror.
Sí… sintieron terror porque la cordura que tanto les costó guardar había desaparecido y, porque lo que iba pasar después…ya lo sabían. Desde ese día se pertenecían eternamente. La hora de soňar despiertos había llegado.

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