El otro día me preguntó mi hija adolescente: “Si te dieran la oportunidad de volver veinte años atrás ¿lo harías?”
¡Vaya pregunta! ¡Pues claro! – contesté sin pensar… ¿Volver a la juventud? ¿Volver a no tener responsabilidades como las de ahora? ¿volver a disfrutar de tantas cosas de nuevo? ¿volver a hacer tantos viajes? ¿volver a casarme? ¿volver a conocer a gente que cambió mi vida? ¿volver a disfrutar de tantos eventos familiares y de amistad? ¿volver a ver reír a esos que se fueron y que tanto echo de menos? ¿volver a la playa solo? Sería como volver a hacer las cosas de nuevo por primera vez… ¡Claro que volvería! ¿Quién no?
Pero luego pensé: ¿Y si vuelvo y, con ello, arriesgo a perder todo lo que he vivido ya? ¿Y si todo cambia? ¿Y si algo dejara de existir? ¿y si, por eso, pudiera perder tantas cosas maravillosas que he vivido, recuerdos que aún conservo como si aún estuvieran? ¿y todos mis veranos? ¿y mis fiestas? ¿y mis risas con tanta gente? ¿y esa gente que has visto salida de un cuadro? ¿y esas aventuras? ¿y esos besos? ¿y veros crecer? ¿y verla vestirse cada mañana? ¿y todos esos nuevos amigos que han ido naciendo? ¿Y esos viajes de vuelta al sur?
Pensándolo bien, y con todo el dolor de mi alma, no volvería. ¿Sabes por qué? porque, a pesar de que sí que me gustaría volver a vivir momentos puntuales para intentar arreglarlos, no quiero arriesgarme a perder ni uno solo de todos los maravillosos recuerdos que tengo y que me hacen ser quien realmente soy… entre ellos, tu madre y vosotras tres.
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