Siempre que miro hacia atrás y me acuerdo de mis amigos de la infancia, recuerdo que comparábamos las edades de nuestros padres… ¡Cosas de críos de aquella época! Y hay una edad de mi padre que recuerdo perfectamente… Recuerdo decir a mis amigos: “Mi padre tiene cuarenta y siete”
¡Dios! ¡Qué mayor me parecía aquello!
Y recuerdo aquellos cuarenta y siete porque en aquella época yo era tremendamente feliz. Recuerdo hasta aquel día de verano, casi al principio de él. Habíamos cambiado de coche, yo estaba en el instituto, era verano y había acabado el curso bien. Tenía ante mí casi tres meses de vacaciones en la playa, y hablaba, y comparaba edades con “mi Juanma”, Javi y Antonio, el de Cecilio (así le conocíamos en casa).
Recuerdo aquel día, y aquellos cuarenta y siete años de mi padre, y recuerdo su camisa verde de manga corta, con rayas blancas muy finas, y le recuerdo despidiéndose con su bocadillo en una bolsa, bajo el brazo, y cogiendo “la motillo” para irse a trabajar mientras yo me quedaba disfrutanto (no es un error escribir así el gerundio en este caso) bajo las alas de aquel trabajo suyo.
Es verdad que en aquel momento no supe verlo, pero ahora, cuando lo recuerdo: ¡Qué orgulloso estaba de sus cuarenta y siete años, de que fuera mi padre, de que aunque no fuera el padre más gracioso, ni chistoso, sí que era el más cariñoso, el que mejor regañaba si hacías algo mal, y el que siempre estaba ahí… ¡Siempre!
Recuerdo lo que todos decían de él. Era algo que no sabía valorar entonces, pero que ahora me llena de orgullo. De otros padres decían que era muy graciosos, otros muy fiesteros, otros muy cariñosos… De mi madre decían: “No hay mejor persona que Fernando”
Yo, ahora tengo esos mismos cuarenta y siete y hoy voy a hacer algo para que alguna de mis hijas – si no las tres – recuerden ese día en el que su padre tuvo cuarenta y siete (o cuarenta y ocho)