
Cruz y Eva habían estado toda la primaria juntas, en el mismo colegio, en la misma clase, y casi en el mismo pupitre. Entraban en el instituto y, por primera vez en sus cortas pero intensas vidas, no iban a compartir clase. Una estaba en primero A, y la otra en primero, ya no B, ni C, ni D… Sino E.
¿Que si eso supuso un problema entre ellas? Eso pensaron sus padres, temerosos porque sus pequeñas tuvieran que enfrentarse al primer gran drama que suponía aquello de hacerse mayor.
Por suerte, Cruz y Eva volvieron a dar una lección más, demostrando que la juventud, la mayoría de las veces, hace de los problemas algo que no lo son… Muy al contrario de lo que hacemos nosotros, los mayores. Ellas dos sabían que los verdaderos amigos no se hacen mientras se escucha a un maestro, ni cuando se estudia, sino que se se hacen en el patio, y, sobre todo, cuando se sale del centro…
Y allí estaban las dos en aquel patio nuevo, en aquel día oscuro y lluvioso, rodeadas de gentes extrañas, casi todas mayores que ellas, pero juntas otra vez. Por suerte, no olvidaron sus años en su querido Duque de Rivas, y volvieron a ellas, recordando aquel mágico patio donde tantas lecciones aprendieron.
-¿No te apetece liarla, Eva? – preguntó Cruz, situada con brazos en jarra frente a esos dos charcos que parecían provocarlas?
– sí… Creo que sí – dijo Eva sonriendo maliciosamente a su amiga mientras los demás las miraban extrañados, imaginando que no serían capaces de hacer aquello que, en el fondo, a todos les apetecería hacer…
– Ya, pero… ¿Y esos zapatos nuevos? ¿no te regañarán?
– sí, supongo que sí, pero ¿sabes? mañana ya no serán nuevos de todas formas… Me meta en el charco o no
– tienes razón – dijo Cruz, sonriendo a su amiga y cogiéndola de la mano
– ¿Qué, Cruceta…? ¿lo hacemos? – preguntó Eva
– sí, pero espera un momento
– ¿qué pasa?
– no sería buena amiga si no te dejara elegir el charco – dijo Cruz separándose del suyo mientras observaba a su amiga- ¡venga, elige, “Caranchoa”!
Eva se quedó en el que le había tocado. Su amiga se había colocado primero, y si se había puesto en ese lugar sería por algo… Bueno, conociéndola, seguramente no, pero… ¿Para qué cambiar?
Las dos niñas se dieron la mano, cerraron los ojos, empezaron a contar, y la sirena del final del recreo sonó con más fuerza que nunca…
¡Mañana sería otro día!
Ese recreo prometía muchas aventuras.