LECTURAS CORTAS DE VERANO: LA ESQUELA (I-III)

A pesar de que su grupo de amigas de la facultad llevaban ya allí varios días disfrutando del sol, del mar y de la fiesta, ella acababa de llegar en autobús desde Granada. Sentada en el banco esperaba a que sus amigas vinieran a recogerla, pero se retrasaban. Esa mañana todo era tan diferente que solo le apetecía llorar. Mirando constantemente al reloj que descansaba en su muñeca izquierda no podía dejar de pensar en todas las lágrimas que había derramado ya y en las ganas que tenía de disfrutar de lo que quedaba del fin de semana.
Junto a ella, ajeno a todo, disfrutando de sus primeros días de vacaciones, pasó Javier. Ya cuando salió de su casa creyó que la joven lloraba, pero como “Loki” corría de manera alocada hacia el rebalaje, no le prestó más atención. Nada más llegar a la orilla de la playa el perro orinó sobre el agua mientras él observaba sobre el mismo árbol de siempre, justo al lado del puesto de socorro. Después, caminó por el polvo de la plaza de parking donde montan la feria hasta llegar al estanco. Allí le saludó el estanquero. Al principio no reconoció a Javier, y le saludó casi sin mirarle.


-¿Me da lo de siempre? -le dijo Javier, sonriendo mientras hacía sentar al perro.
-Ah, es usted, profesor… No le había reconocido – dijo el viejo, colocándose bien las gafas-. ¿Cómo van esas vacaciones?
-Pues no me puedo quejar para ser la primera semana – le contestó, pagándole los dos periódicos y los dos paquetes de tabaco que solía comprar todos los domingos.
Al salir vio que la calle estaba desierta y silenciosa, como a él le gustaba. Su exquisita limpieza, sus altos y frondosos árboles, sus bancos perfectamente pintados, y la inexistencia de coches aparcados junto a las aceras, hacían de ese un lugar idílico donde la vida pasaba sin esos esos innecesarios adornos que, para nada, necesitaba.
A pesar de que aún no eran las nueve de la mañana el calor golpeaba contundentemente, como hacía en las horas de la siesta, y fue precisamente por culpa de ese sofocante calor, que apenas le había permitido dormir en toda la noche, por lo que salió de casa tan temprano para dar una sorpresa a su familia con forma de churros. Cuando los enanos los vieran se volverían locos de alegría. A su anciana madre, que vivía con ellos, también le haría mucha ilusión. La yaya María, que era como la conocían sus nietos, siempre vivió con él. Ella, después de morir papá, nunca tuvo otro novio, ni otros hijos. Con paso lento, por culpa de esas chanclas nuevas a las que aún no se había acostumbrado, volvía a casa. La siguiente parada sería en El Ancla, donde hacían los mejores churros. Sudoroso, seguía con su mirada las pisadas del perro mientras abría el periódico por la página central, como siempre hacía.
El horóscopo no decía nada nuevo. Había una nueva exposición de pintura del vecino Javi Ruz, que él ya había visto en el castillo, y las temperaturas subían – como él mismo comprobaba. Lo que sí llamó su atención fue que el día anterior solo hubiera muerto una persona en toda la provincia: Mariana Pinos Ruíz, fallecida a los ochenta y dos años. No se inmutó, ni sintió nada especial, pero ese nombre desconocido, escrito con caracteres en negrita, le llamó la atención. Esa mujer no era del pueblo donde él vivía, y era ya bastante mayor… Ochenta y dos años. «Ley de vida», pensó mientras cerraba el periódico y encendía el primer cigarro del día, percatándose que cerca de él estaba esa joven que vio al salir de casa, y que aún lloraba desconsoladamente.
Pasó junto a ella en silencio, sin atreverse a preguntar nada. Ella ni se dio cuenta de su presencia, inmersa en su dolor. Javier se detuvo y llamó al perro para que no se alejara. Lo pensó dos veces, y finalmente se dio la vuelta. Una vez más le pudo su compasión, pero, sobre todo, la curiosidad. Al acercarse observó que esa joven le resultaba familiar, aunque estuviera seguro de no haberla visto anteriormente. Y, sin saber porqué, volvió a pensar en el nombre del periódico mientras se acercaba a ella con el único motivo de intentar calmar una angustia más que aparente.
-Hola, ¿te pasa algo? – preguntó tímidamente. La joven no respondió y le miró de soslayo, desconfiada, pero él no desistió. No podía permitir que esa joven llorara de esa manera tan desangelada, y además sin nadie que le ayudara. Quizás él pudiera hacer algo por ayudarla. Ante su insistencia la joven le dijo que acababa de despedir a su abuela, que había muerto el día anterior. Sin duda, era la nieta de esa tal Mariana Pinos, de ochenta y dos años.
«Qué casualidad!», pensó, creyendo que ese era el motivo por el que ese nombre llamó su atención al leerlo en el periódico. Él, que creía mucho en los acontecimientos paranormales – a los que su mujer llamaba sandeces – sintió que volvía a sucederle uno. Hacía tiempo que no le pasaba, pero a lo largo de su vida – ya desde bien niño – había vivido muchos de esos momentos que ni él mismo podía explicar.
Al ver que la joven estaba bien – a pesar de su tristeza – siguió caminando hasta su casa, deseoso de llegar y contarle a su mujer lo que acababa de sucederle una vez más.
Mientras él se alejaba, pasando de largo por la cafetería donde volvía a olvidar los churros, ella recordaba la muerte de su abuela, ocurrida en la capital, a casi cien kilómetros de donde ella estaba en ese momento.
Al llegar a la casa de la abuela todo estaba a oscuras, como siempre. Desde que podía recordar las ventanas de esa casa siempre habían estado bajadas, aunque nunca hubiera sido capaz de entender porqué. Seguía oliendo a esa mezcla extraña de humedad y vacío; también a esas bolitas blancas que guardaba en todos los armarios de la casa.

CONTINUARÁ MAÑANA.


3 comentarios

  1. Menudo paseo por el pueblo. Hasta he saboreado los churros del Ancla y como nooooo para el calor han venido a mí mente esos preciosos abanicos tan gitanos de Javi Ruz

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