LECTURAS CORTAS DE VERANO: LA ESQUELA (II-III)

Al entrar en la vieja habitación, la abuela intentaba recuperar los últimos alientos que la vida le robaba, tumbada en su vieja cama de barrotes metálicos y de colchón de espuma que se hundía con su peso. Sobre ella había un cuadro de un santo – nunca supo cuál era – que llevaba a un niño pequeño entre sus brazos, y rodeando el marco había un rosario de madera. El murmullo seco y oculto de los hijos y nietos de la abuela Mariana hicieron que todo pareciera más desalentador. Ella gemía y sudaba, tapada con esa fina sábana que un día fue bordada por ella misma, y su respiración era tan débil que nada bueno presagiaba.
La anciana quiso abrir los ojos para despedirse de sus hijos y nietos, pero antes de hacerlo volvió a concentrarse en el rostro de ese que tantas horas de sueño le robó, y por el que tantas lágrimas derramó. Hacía ya muchos años desde la última vez que le vio, pero ni allí, en los últimos instantes de su larga vida, pudo dejar de pensar en él y en la última vez que estuvieron juntos. Ese fue, sin duda, el momento que más se repitió en su memoria a lo largo de una longevidad que, lejos de convertirse en un premio, no fue sino una amarga condena.
Sólo con cerrar los ojos podía recordar perfectamente aquel horrendo gesto dibujado en su cara, y todo volvía a repetirse con una mezcla de imágenes tan claras como atormentadoras. Durante mucho tiempo ella misma intentó convencerse de que esa imagen que veía con la claridad de una película, no había sido sino un mal sueño que se convirtió en realidad a base de revivirlo tantas veces en su memoria.
«Ojalá hubiera sido todo un mal sueño», pensaba. Esas imágenes que un día vivió seguían allí, ancladas en el tiempo, a pesar de haber transcurrido ya más de cuarenta años. Él estaba compungido, asustado… aterrado. Ella lo estaba también. Con los ojos cerrados era todo más intenso aún, y el recuerdo de sus gritos sonaba en su silencioso pensamiento de una manera más tétrica de lo que ya lo hicieron aquel funesto día.
Antes de irse de la vida todo volvía a estar allí… Otra vez. Ella le gritaba asustada como nunca – no podía hacer otra cosa – y él lloraba, aterrado, sin entender nada. Después desapareció… Para nunca más volver a verle… ¡Nunca más!
Recordando todo, la abuela respiró el poco aire que sus pulmones marchitos le permitieron, y se decidió a abrir los ojos, sabedora de que lo haría por última vez. Eso dolía también. Fue al abrirlos cuando pudo verlos a todos… Por última vez.
Todos sus hijos estaban allí, mirándola y sin saber qué decir o hacer. En sus miradas había un gran vacío. También había miedo… y tristeza. Todos parecían inmersos en una extraña melancolía de la que algunos eran incapaces de salir, y a la que los otros no podían entrar. Los primeros, con lágrimas derramadas sobre sus ropas, la miraban emocionados, compartiendo con ella esa pena que aún le acompañaba… Aunque no supieran aún de dónde provenía. Los otros se escondían en las sombras que creaba esa única lamparita que siempre tuvo encendida. Estaban allí porque no les quedaba más remedio… por obligación. Nada tenía que reprocharles porque ni ella misma se creía digna de las lágrimas de unos hijos a los que nunca pudo querer del todo.
Por eso, mirándoles desde la cama, y reconociendo a todos y cada uno de ellos, lloró
amargamente, deseando levantarse para pedirles perdón. Ninguno pudo ver sus lágrimas porque ya ni eso quedaba dentro de su cuerpo marchito.
Pedro, el mayor de todos, era el que más cerca estaba de la cama, cogido de la mano de su mujer y de su hija mayor. Ninguno de los tres lloraba, pero sí se les veía embargados por la emoción de la inminente partida. Jacinto estaba detrás de él, junto a Ramiro, que, como siempre, había ido sin su mujer y su hija, a la que Mariana aún no había conocido. Carmen, la segunda de sus hijas, también estaba junto a su marido y sus dos hijas. Marina, en cambio, estaba sola porque su marido hacía ya mucho tiempo que la había dejado. Alejados de la cama, como siempre, estaban Raúl y Pepe, dirigiendo la mirada al suelo, incapaces de cruzarla con la suya.
La única que permanecía a su lado, como siempre, era Lucía, la mujer de su hijo Álvaro, que le mojaba la frente con ayuda de una venda blanca que metía una y otra vez en un pequeño barreño azulado. Álvaro estaba tras su mujer, aguantando el torrente de lágrimas que no podría contener por mucho tiempo. También pudo ver a su nieta Mariana, situada tras su padre, que lloraba más que ninguno.
Enjaulada en su propio cuerpo, la abuela quiso gritar con fuerza, para pedir perdón a todos sus hijos, pero no pudo porque, aunque pudiera perdirles el perdón que necesitaba de ellos siempre habría uno que jamás podría tener. Con dificultad miró a todos y cada uno de sus hijos, y en todos ellos creyó encontrar el perdón
que tanto necesitaba… aunque fuera ya tarde. Pero, una vez más, comprendió que allí estaban todos los que eran, pero no todos los que un día fueron…
Allí faltaba su hijo favorito, ese al que quiso de una manera diferente, ese que era al único el que necesitaba ver allí en esos momentos de la partida.
Y cerró de nuevo los ojos, lanzando un último suspiro, pero antes de dejar escapar el último latigazo de vida que le quedaba volvió a aquella estación de metro de Callao en aquel Madrid del que tuvo que irse…

Era Navidad, y ella era joven… Muy joven. La nueva estación no tenía paredes ni suelo por donde andar. Allí solo había gente que se empujaba mientras ella abrazaba a su pequeño. Cuando entró en el metro se le cayó la bolsa donde guardaba el pavo que había comprado para la cena. Cuando fue a cogerla el pequeño se separó de su mano y la gente empujó, haciéndola caer al suelo del último de los vagones. Después, la puerta se cerró. Ella estaba dentro, pero el pequeño Santiago no. Quiso volver, salir de allí, pero el gentío no la escuchó por más fuerte que gritara.
Al otro lado del cristal, empujado por cuerpos mayores, su pequeño empezó a llorar.
Ella le gritó desde el interior, pero él no parecía escucharle.
-¡No te muevas de ahí, cariño! – le gritaba – ¡no te muevas, que vuelvo a por ti!
Él no podía escucharla, y lloraba. Jamás vio ella tanto miedo en una cara…

CONTINUARÁ. ÚLTIMA PARTE: MAÑANA.

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